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El Estado y la vida política

Actualidad de la Summi Pontificatus de Pío XII

“[…]. En resumen, decimos que el hombre no puede ser el fundamento del hombre y que todo el orden humano y natural tiene su fundamento absoluto y su fin supremo en Dios, que lo trasciende y lo sobrepasa; sólo Él le da el ser y lo salva; sólo en Dios se halla la inteligibilidad radical (metafísica) del ser infinito y, por ello, el sentido de la historia y de lo creado.

De ahí la necesidad del Absoluto; de reconquistar en  Dios nuestra autenticidad de hombres. Dios es la claridad del hombre”

Michele Federico Siacca

 

Introducción

El presente trabajo procura señalar la actualidad de la doctrina política que se encuentra en la Encíclica programática del Papa Pío XII, la Summi Pontificatus, publicada el 20 de octubre de 1939. Luego de formular una presentación general del documento, nos detendremos en especial en un problema aludido a lo largo del documento pontificio: la relación entre el Estado y la vida política.

Durante el desarrollo de nuestras reflexiones –que son una aproximación sin pretensiones de exhaustividad- trataremos de señalar la vigencia de las afirmaciones de Pío XII. Nos parece que si él viviera en la actualidad escribiría de la misma manera que lo hiciera entonces.

 

Presentación general del documento

El 2 de marzo de 1939 el Cardenal Eugenio Pacelli, Secretario de Estado de Pío XI durante 10 años, fue elegido como su Sucesor en la Cátedra de San Pedro. Adoptó el mismo nombre de su antecesor, Pío.

“No se pierde nada con la paz, todo puede perderse con la guerra”, fueron las palabras que pronunció hace más de sesenta años el 24 de agosto de 1939 y buscaban detener al ejército de Hitler que se preparaba para invadir Polonia, dando así origen a la segunda guerra mundial.

“Hoy --exclamó Pío XII--, a pesar de Nuestras repetidas exhortaciones y de Nuestro particular interés, se hacen cada vez mas atormentantes los temores por un sangriento conflicto internacional; hoy que la tensión de los espíritus ha llegado a un nivel tal que parece inminente el desencadenamiento del tremendo torbellino de la guerra, dirigimos con ánimo paterno un nuevo y más sentido llamamiento a los gobernantes y a los pueblos: a los primeros, para que, deponiendo las acusaciones, las amenazas, las causas de la recíproca desconfianza, traten de resolver las actuales divergencias con el único medio adaptado para ello, es decir, con acuerdos comunes y leales; a los pueblos, para que en la calma y serenidad, sin agitaciones descontroladas, alienten los intentos de paz de quienes les gobiernan”[1].

“El 25 de agosto, Gran Bretaña firmaba el pacto de defensa con Polonia. Esta ofensiva de paz sorprendió a Hitler, quien revocó la orden de atacar Polonia. El ataque, sin embargo, tuvo lugar a las 4,45 del 1° de septiembre de 1939. Fracasada la posibilidad de una conferencia de paz, Francia y Alemania declararon el 3 de septiembre la guerra contra Alemania.

A pesar de los esfuerzos de la Santa Sede, la guerra estalló y se extendió por toda Europa, pero Pío XII no desfalleció en el objetivo de alcanzar la paz cuanto antes”[2].

El 20 de octubre de 1939 el Papa publica la Encíclica Summi Pontificatus, que se refiere numerosas veces a la situación inmediata del mundo en sus días (la guerra mundial)[3] pero también a su situación más profunda (la crisis moral y principalmente espiritual). Se trata de un mundo tan necesitado de estímulo y de guía pero que está sumergido en el culto de lo presente, que se extravía mediante la búsqueda de meros ideales terrenos[4], un mundo que se aleja cada vez más de la fe en Cristo. Como afirma el mismo Pío XII:

“[...] ¿Qué época sufrió el tomento del vacío espiritual, de profunda indigencia interior más que la nuestra, a pesar de toda clase de progresos en el orden técnico y puramente civil? ¿No se le puede quizás, aplicar la palabra reveladora del Apocalipsis: Dices: Rico soy, y opulento y de nada necesito y no sabes que eres mísero y miserable y pobre y ciego y desnudo (Ap 3, 17)?”[5].

A los errores de ayer se suman (a acentúan) algunos más específicos de nuestros días:

“[...] es cierto que la raíz profunda y última de los males que deploramos en la sociedad moderna, es el negar y rechazar una norma de moralidad universal, así en la vida individual como en la vida social y en las relaciones internacionales; el desconocimiento, en una palabra, tan extendido en nuestros tiempos, y el olvido de la misma ley natural, la cual tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y Padre de todos, supremo y absoluto Legislador omnisciente y justo Juez de las acciones humanas. Cuando se reniega de Dios se siente sacudida toda base de moralidad, se ahoga, o al menos se apaga notablemente, la voz de la naturaleza que enseña, aun a los ignorantes y a las tribus no civilizadas, lo que es bueno y lo que es malo, lícito o ilícito, y hace sentir la responsabilidad de las propias acciones ante un Juez supremo[6].

Como sigue afirmando el Papa:

“[...]. Los criterios morales, según los cuales en otros tiempos se juzgaban las acciones privadas y públicas, han caído como por consecuencia en desuso; y el tan decantado laicismo de la sociedad que ha hecho cada vez más rápidos progresos, sustrayendo al hombre, la familia y el Estado al influjo benéfico y regenerador de la idea de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, ha hecho reaparecer aun en regiones en que por tantos siglos brillaron un paganismo corrompido y corruptor, cada vez más claras, más palpables y angustiosas: Las tinieblas se extendieron mientras crucificaban a Jesús[7].

Hay un extraño fenómeno que también se comprueba hoy: los que proclaman la separación de Dios y de la Iglesia bajo el afán de liberación no ven anticipadamente (o no quieren ver) “[...] las amargas consecuencias del lamentable cambio ente la verdad que libra y el error que reduce a esclavitud”[8]. Hablan de progreso, cuando retroceden; de elevación, cundo se degradan; de ascensión a la madurez, cuando se esclavizan; no perciben que la vanidad de todo esfuerzo humano por suprimir la ley de Cristo, que no puede ser reemplazada por ninguna otra[9].

En nuestros días, la falta de concordia entre los individuos y los pueblos no se debe solamente a las malas acciones o pecados personales, que influyen en la vida social, sino sobre todo a “una profunda crisis espiritual, que ha trastornado los sanos principios de la moral privada y pública”[10].

Pío XII señala como dos brotes principales que provienen de este agnosticismo religioso y moral: el olvido de la ley de solidaridad y caridad humana, debido a un origen común de todos los hombres en Dios Padre y por la igualdad de la naturaleza racional y la separación de la autoridad civil de toda dependencia de Dios y de toda ligadura de ley trascendente que deriva de Dios.

Ante este diagnóstico, que forma parte del oficio (deber) del Buen Pastor de dar testimonio de la verdad con fortaleza apostólica, que supone la exposición y la refutación de los errores y las culpas humanas para que sea posible su tratamiento y cura[11], nuestra respuesta debe ser la de “[...] desplegar al viento las banderas del Rey ante los que siguieron y siguen banderas falaces, y reconquistar para el victorioso estandarte de la Cruz a los que lo han abandonado”[12].

Por esto mismo, como afirma Pío XII:

“El reconocimiento de los derechos reales de Cristo, y la vuelta de los particulares y de la sociedad a la ley de su verdad y de su amor, son la única vía de salvación”[13].

El alma de nuestra acción en bien de los hombres y de las comunidades políticas, debe ser la caridad. “[...] Nuestra conducta estará siempre animada de aquella caridad paternal que mientras sufre por los males que atormentan a sus hijos, les señala el remedio: en una palabra, Nos esforzaremos por imitar al divino modelo de los Pastores, Jesús el Buen Pastor, que es al mismo tiempo luz y amor: “veritatem facientes in caritate”. Practicando la verdad en la caridad (Ef 4, 15)”[14].

 

La relación entre el Estado y la vida política

Aquí hacemos uso del término Estado[15] en el mismo sentido de civitas o res publica: “[...] se trata del plexo de relaciones de coordinación, subordinación e integración de individuos y grupos que se aúnan en el todo de la sociedad política”[16]. Cuando hablamos del Estado, “[...] apuntamos a la realidad permanente, y no a la mudable, que designa”[17] el término mismo –como indica el Dr. Sergio Raúl Castaño-.

La sociedad política “[...] es la unidad ordenada de todas las sociedades particulares en que transcurre la vida normal del hombre, en cuanto convergen hacia el bien común más alto. Es la sociedad de las sociedades humanas”[18]. Se trata de “[...] un todo orgánico que constituido por las sociedades inferiores en mutua complementación”.  De este modo, la unidad política comprende “[...] una gran diversidad de modos de vida, de actividades, profesiones, costumbres, etc.; es política precisamente por abarcar, sin anular ni suplantar, toda esa abigarrada diversidad”. Se trata, por la misma razón, de “[...]un orden, unidad de una multitud diversa que responde a un principio común”[19].

Cuando aludimos a la relación entre el Estado y la vida política, queremos significar que la actividad política no se reduce solamente a la acción de los miembros del gobierno (la causalidad eficiente del orden político)[20] sino que también supone la colaboración armoniosa de los gobernados.

“En la sociedad política están comprendidos, por lo menos en germen, todos los estados y actividades mediante los cuales los hombres alguna forma su bien, pues es la complementación de todos ellos en la participación del bien humano completo. Es por esto esencial para la vida de la sociedad política, esencial para su salud, que las partes no decaigan en su vida propia y específica, y que se fortalezcan logrando así la relativa autonomía que les compete”[21].

A cada una de las partes del todo orgánico político “[...] corresponde también una potestad específica, definida por la función que le compete en orden al bien común. Si desaparecen estas potestades particulares, desaparece también la sociedad política, que las supone así como el organismo supone la actividad de sus órganos”[22].

Cada sociedad particular, por cierto integrada en el todo social político, cuenta con la autoridad y la potestad directas respecto de todo lo inmediatamente pertinente a su propio fin[23].

Repárese mucho que si bien  a la potestad política “[...] compete gobernar a las potestades inferiores” y que “[...] debe procurar su fortalecimiento en todo lo que les pertenece, exigiéndoles al mismo tiempo que se ordenen eficazmente a su bien más alto, el bien común político”[24], sin embargo estas potestades inferiores son irreductibles a la potestad política.

Como termina señalando el Dr. Juan Antonio Widow –a quien seguimos en las últimas reflexiones-, el ejercicio armónico de todas estas potestades sociales “[...] en su subordinación a la potestad superior, se rige por dos principios que explican la naturaleza del todo político: los de totalidad y de subsidiariedad. Ambos se afirman sobre el supuesto básico de que dicha subordinación no es despótica sino, justamente, política, es decir, que la potestad superior no determina de modo directo a las inferiores –en cuyo caso no serían éstas, en sentido estricto, potestades-, sino que las dirige teniendo en cuenta su propia capacidad de autodeteminación”.

Ante estas consideraciones, se vuelven actuales las palabras de Pío XII en su Encíclica Summi Pontificatus que se refieren al peligro del estatismo en la vida política. El estatismo es la lógica consecuencia que se sigue de la desvinculación de la autoridad civil de su origen natural, que es Dios y de la negación de la solidaridad y caridad entre los hombres en razón de la Paternidad común de Dios y la comunión en la misma naturaleza racional.

Porque, como afirma Pío XII, donde se desvincula la autoridad civil de su fundamento natural, se termina concediendo a esa misma autoridad “[...]una facultad ilimitada de acción, abandonándola a las ondas mudables del arbitrio, o únicamente a los dictámenes de las exigencias históricas contingentes y de intereses relativos”[25]. De este modo, “[...] el poder civil, por consecuencia ineluctable, tiende a apropiarse aquella absoluta autonomía que sólo compete al Supremo Hacedor, a hacer las veces del Omnipotente, elevando al Estado o la colectividad a fin último de la vida, a último criterio del orden moral y jurídico, y prohibiendo, consiguientemente, toda apelación a los principios de la razón natural y de la conciencia cristiana”[26].

“Donde se rechaza la dependencia del derecho humano, del derecho divino, donde se hace apelación sino a una idea incierta de autoridad meramente terrena y se reivindica una autonomía fundada únicamente en la moral utilitarista, allí, el mismo derecho humano pierde justamente en sus aplicaciones más difíciles la fuerza moral, que es la condición esencial para ser reconocido y exigir hasta sacrificios”[27].

 

Vigencia de la doctrina de Pío XII en nuestros días

¿Acaso las afirmaciones de Pío XII perdieron la vigencia propia de las enseñanzas perennes que surgen de la Revelación cristiana y de la sana filosofía?

Veamos.

“Si en efecto, el Estado se atribuye y ordena las iniciativas privadas, una vez que éstas se gobiernan por normas internas, delicadas y complejas, que garantizan y aseguran la consecución del fin que les es propio, pueden aquellas recibir daño, con desventaja para el bien público, si se las arranca de su ambiente natural, es decir, de la actividad privada responsable”[28].

“Ante Nuestra mirada se yerguen con dolorosa claridad los peligros que tememos puedan venir sobre la actual y futuras generaciones, del desconocimiento, de la disminución y de la progresiva abolición de los derechos propios de la familia. [...]. Muchas veces es necesaria verdadera valentía y heroísmo digno en su simplicidad de admiración y respeto, para soportar la dureza de la vida, el peso cotidiano de las miserias, las crecientes indigencias y  las estrecheces sin medida jamás anteriormente experimentada, de las que frecuentemente no se ve ni la razón ni la necesidad”[29].

“De todos modos cuanto más gravosos son los sacrificios materiales exigidos por le Estado a los individuos y a la familia, tanto más sagrados e inviolables deben serle los derechos de las conciencias. Puede pretender los bienes y la sangre, jamás el alma redimida por Dios. La misión que encomendó Dios a los padres de proveer al bien material y espiritual de la prole, y de procurarle una formación armónica, imbuida de verdadero espíritu religioso, no puede arrebatárseles sin lesionar gravemente el derecho[30].

La concepción que atribuye al Estado una autoridad casi infinita no sólo es[...] un error pernicioso a la vida interna de las naciones, a su prosperidad y al creciente y ordenado incremento de su bienestar, sino que además causa daños a la relaciones entre los pueblos, porque rompe la unidad de la sociedad supranacional, quita su fundamento y valor al derecho de gentes, conduce a la violación de los derechos de los demás y hace difícil las inteligencia y la convivencia pacífica[31].

Antes de volver a citar a Pío XII, habíamos aludido a dos principios que hacen referencia a la vida política: el de totalidad y el de subsidiariedad.

La comprensión adecuada de estos principios se vuelve necesaria para evitar equívocos que, si ya teóricamente son peligrosos, puestos en práctica se vuelen con frecuencia fatales. El principio de totalidad significa que “[...] la parte, en cuanto tal, se debe al todo, siendo el bien de éste siempre mayor y más perfecto que el bien particular”[32]. Pero de su enunciación no puede seguirse una idea totalitaria del principio, “[...] según la cual el bien del todo no es un bien propio de la parte, debiendo ésta desaparecer como entidad separada para fundirse en aquél”[33]. De esta manera, “[...] a la enunciación del principio universal de que el todo no es para las partes, sino las partes para el todo, hay que añadir aquí, tratándose de la sociedad humana –que en esto difiere de toda sociedad puramente animal-, que sus partes son tales en cuanto pueden participar del bien del todo tomado formalmente como tal”[34].

A su vez, el principio de subsidiariedad se entiende en el sentido de que una sociedad superior (que en este caso es la política) brinda el apoyo o el auxilio a otra con el fin de que ésta se afirme en lo que le es propio[35]. Pero ha de evitarse la falsa concepción individualista de este principio que postula que el Estado se abstenga de intervenir o lo haga “lo menos posible” para preservar la “autonomía” de las sociedades inferiores. “[...]. Este criterio, al asumir sólo ese aspecto negativo del principio de subsidiariedad, lo absolutiza. Supone que los individuos y las sociedades menores son del todo autónomos, siendo la potestad política, en consecuencia, una especie de mal menor, tolerable sólo en la medida en que se limite a la función de policía que debe cuidar que respeten las reglas definidas por los poderes en juego”[36].

Si adoptamos como punto de partida la cosmovisión individualista de la vida –o, en su defecto, la colectivista-, las conclusiones que se sigan no serán las adecuadas, por la sencilla razón de que ninguna de las dos responden a la realidad de las cosas, que en este caso es que el hombre, ser personal, es alguien social o político por naturaleza.

Cosa curiosa. Algunos opinan –en contra de la experiencia más inmediata- que sólo los totalitarismos políticos nazi, fascista y comunista son tales, es decir, totalitarismos, y pierden de vista que en realidad el totalitarismo político comienza a surgir cuando se desvincula la potestad política de su auténtico fundamento, es decir, Dios, autor de la naturaleza humana. En este sentido, los llamados gobiernos democráticos –predominantes en nuestros días- pueden resolverse en totalitarismos. Juan Pablo II afirma en su Encíclica Evangelium vitae –señala en continuidad con el pensamiento de Pío XII- que:

“[...]justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.

Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.

Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de «con-vivientes» a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?[37].

Bajo el influjo de la concepción individualista de la libertad, “que acaba por ser la libertad de los “más fuertes” contra los débiles destinados a sucumbir”[38], la convivencia social se deteriora profundamente.

En referencia al derecho a la vida humana, esta concepción individualista aplicada al orden político se resuelve en consecuencias graves:

“[...] el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el «derecho» deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la «casa común» donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ». Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad establecida.

Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad”[39].

Conclusión

Nuestra época, nos guste o no, sufre de una enfermedad predominante, y esa “enfermedad social” se llama laicismo. La naturaleza de esta enfermedad ya la veía con su habitual lucidez el filósofo Michele Federico Sciacca. “El laicismo moderno, ya pura o ya implícitamente desde sus inicios, y aun cuando no lo proclame abiertamente, obedece a un principio que, más que una abstracción, diríamos que es la superstición por un ídolo que le es esencial: el hombre se basta a sí mismo, y el mundo humano tiene en sí mismo su propio principio y su propio fin: es autosuficiente. […]. Concepción laicista de la vida que significa, pues, concepción arreligiosa, humanismo absoluto, mundanismo radical; que tiene por norma propia: pensar (orden intelectual) y obrar (orden práctico) como si Dios no existiera, dándole de lado en espera de cancelar hasta su más lejana imagen. Primero, destrucción; luego, desprecio; por fin, radical olvido”[40].

¿A qué se debe la crisis de nuestro mundo? ¿Acaso a factores puramente económicos, a problemas exclusivamente políticos, a la falta de instrucción o alfabetización de los ciudadanos, a que todavía no se ha extendido como quisiéramos el desarrollo tecnológico a todos? No. “La ausencia del fundamento absoluto del ser del hombre, de la verdad y de los valores humanos, la “ruptura” entre el hombre y su ser y, por ello, entre el hombre y Dios; he ahí la raíz de la llamada “crisis” que aflige al mundo moderno y contemporáneo. De ahí proviene la desintegración del hombre de hoy y la precisión de recomponer su unidad fundamental. No se salvan los valores sin el Ser que los fundamenta y del cual son testimonio”[41].

Se vuelve necesario, en consecuencia, retornar a Dios, a Dios que es Principio y Fundamento de todo lo creado, incluido el hombre, y dado que el hombre es un ser social y político por naturaleza, también Dios es el Principio y Fundamento de la ordenación social política.

“[…]. En resumen, decimos que el hombre no puede ser el fundamento del hombre y que todo el orden humano y natural tiene su fundamento absoluto y su fin supremo en Dios, que lo trasciende y lo sobrepasa; sólo Él le da el ser y lo salva; sólo en Dios se halla la inteligibilidad radical (metafísica) del ser infinito y, por ello, el sentido de la historia y de lo creado”[42].

Digamos entonces una vez más, volviendo a las enseñanzas de Pío XII, que:

“El reconocimiento de los derechos reales de Cristo, y la vuelta de los particulares y de la sociedad a la ley de su verdad y de su amor, son la única vía de salvación”[43].

   

Lic. A. Germán Masserdotti

agmasserdotti@yahoo.com.ar



[1] En Agencia ZENIT (Roma), 20 de agosto de 1999.

[2] Agencia ZENIT (Roma), 20 de agosto de 1999.

[3] A modo de ejemplo, citamos un texto: “En el momento en que escribimos estas líneas, Venerables hermanos, Nos llega la espantosa noticia de que, no obstante todos Nuestros esfuerzos por conjurarlo, el terrible huracán de la guerra se ha desencadenado ya. Nuestra pluma quisiera detenerse ante el pensamiento que Nos abruma del abismo de sufrimientos de un sinnúmero de personas a las que todavía ayer sonreía un rayo de modesto bienestar en el ambiente familiar. Nuestro corazón paternal se llena de angustia al prever todo lo que podrá brotar de la tenebrosa semilla de la violencia y del odio, a los que la espada abre hoy surcos sangrientos. Pero precisamente ante estas apocalípticas previsiones de inminentes y futuras desventuras, juzgamos deber Nuestro levantar con creciente insistencia los ojos y los corazones de los que todavía conservan un sentimiento de buena voluntad, hacia el Único que con mano omnipotente y misericordiosa puede poner fin a esta tempestad, hacia el único que con su verdad y amor puede iluminar las inteligencias y encender los ánimos de una parte tan ingente de la humanidad, sumergida en el error, en el egoísmo, en altercados y luchas, para encaminarla nuevamente conforme al espíritu de la Realeza de Cristo” (Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, 20 de octubre de 1939, n. 9). Citamos de acuerdo a la edición de Colección completa de Encíclicas Pontificias (1832-1965), 4° edición, corregida y aumentada por el P. Federico Hoyos, SVD, II Tomo, 1939-1965, Buenos Aires, Editorial Guadalupe, 1965.

[4] Cfr. Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 2.

[5] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 2.

[6] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 11. Las negritas son nuestras.

[7] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 13. Las negritas son nuestras.

[8] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 14.

[9] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 14.

[10] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 15.

[11] Cfr. Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 8.

[12] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 3.

[13] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 9

[14] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 8.

[15] Cfr. Sergio Raúl Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, La Ley, 2003, especialmente p. 35-38.

[16] Sergio Raúl Castaño, El Estado como realidad permanente, p. 35.

[17] Sergio Raúl Castaño, El Estado como realidad permanente, p. 35.

[18] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, Buenos Aires, APC-Nueva Hispanidad Académica, 2001, p. 113.

[19] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, p. 113.

[20] Entendemos por gobierno a “la operación de dirigir a la sociedad al bien común” (Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 118).

[21] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 160.

[22] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 161.

[23] Cfr. Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 161.

[24] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 161.

[25] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 21.

[26] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 21.

[27] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 22.

[28] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 25.

[29] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 26. Las negritas son nuestras.

[30] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 27. Las negritas son nuestras.

[31] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 28. Las negritas son nuestras.

[32] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 164.

[33] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 165.

[34] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 165.

[35] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 162.

[36] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político, p. 163.

[37] Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, 25 de marzo de 1994, n. 18. Las negritas son nuestras.

[38] Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, n. 19.

[39] Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, n. 20. Las negritas son nuestras.

[40] Michele Federico Siacca, “El laicismo, crisis de fe y de razón”, en La sociedad a la deriva. Actas de la XIV Reunión de Amigos de la Ciudad Católica (6 al 7 de diciembre de 1975), Speiro, p. 214.

[41] Michele Federico Siacca, “El laicismo, crisis de fe y de razón”, p. 221.

[42] Michele Federico Siacca, “El laicismo, crisis de fe y de razón”, p. 224.

[43] Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, n. 9